Historia de una mudanza o de la urbanidad perdida

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Las gafas con las que miramos el mundo son las de la experiencia. Esta palabra puede ser entendida como ese filtro a través del cual vamos codificando la realidad y que, por tanto, va dando sentido a los acontecimientos que componen nuestra vida. Contar experiencias es un canal para mostrar una perspectiva particular del mundo: componer un cuadro con los colores con lo que enfrentamos el día a día. Preparo el lienzo entonces y tomo el pincel.

A menudo se les suele atribuir la nobleza

Me he mudado. No es un proceso fascinante como aquel del reptil que muda de piel dejando detrás una especie de réplica congelada de su ser pasado. Se trata más bien del lento desensamble de lo que se va acumulando año tras año mientras dura eso que llamamos habitar. En un contexto de crisis en el que el dinero no sobra sino que zozobra es mejor realizarlo sin ayuda contratada. Bastan un par de buenas maletas y, sobre todo, manos amigas que desinteresadamente ofrezcan su fuerza para levantar la tienda y rememorar las travesías de los antepasados nómadas.

Es en este viaje en donde quiero centrarme: el camino del viejo hogar a la tierra prometida. Realizar uno mismo el proceso implica emular al burro o cualquier otro animal de carga para recorrer el sendero. Si uno tiene cierto nivel de sensibilidad hacia los seres vivos con los que cohabitamos este planeta, podemos llegar a experimentar pesar por la excesiva carga que pueden llegar a llevar algunos cuadrúpedos. De aquí que no debería ser sorprendente el que, celosos como somos de lo propio, este sentimiento se haga presente cuando la carga está sobre los hombros y manos de alguien de nuestra misma especie. Pero la experiencia dice lo contrario. La indiferencia con la cual se suele dejar pasar al animal solípedo sobrecargado se repite ante el “bípedo implume” que intenta concretar un traslado de su vivienda al menor costo.

Filósofo francés contemporáneo

André Comte-Sponville, filósofo francés, abre su Pequeño tratado de las grandes virtudes con lo que denomina como el principio de toda virtud sin que ésta llegue a ser ella misma una virtud: la politesse. Se trata de un término francés que bien puede traducirse por por cortesía o buena educación, pero que basta con dar un vistazo a las costumbres parisinas para darse cuenta de que quizá esta idea se queda corta. Quizá sea por ello que las traductoras, Berta Corral y Mercedes Corral, se han decidido por el término urbanidad. Sea como sea, el concepto refiere a esa dimensión de las costumbres que transmitimos a los más jóvenes para que, poco a poco, terminen haciéndolas propias. En otras palabras, la urbanidad es una “apariencia de virtud de las que proceden las virtudes.” El niño, inocente e inmaculado, no saluda al toparse con un conocido de sus padres o al llegar a una casa a la que le han llevado así sin más. De inmediato se le requiere una fórmula de cortesía que él, en el mejor de los casos, repite sin mucha convicción. No sabe muy bien las razones y obedece, ya habrá tiempo de valorar e integrar las bondades de esta sana costumbre del saludo cordial. De aquí que la urbanidad no sea sino una “gimnasia de la expresión”.

Valga esta introducción para decir que la urbanidad brilla por su ausencia. Al parecer ha habido una generación que se ha olvidado de mostrarle a los más jóvenes las apariencias virtuosas de las que habría que aprender el comportamiento virtuoso. No hablo ya del dar una mano a un desconocido que lleva un bulto cargado en la espalda, otro al frente y bolsas repletas en sendas manos. No, eso ya sería demasiado. Hablo que recorrer el mismo camino y ser incapaz de moverse un poco para facilitar el paso al que lleva el doble de su peso sobre los hombros. Este simple gesto, esta sencilla forma de reconocerle presencia al otro, se ha perdido en un nivel alarmante. Es esta pobre y mala imitación de dromedario la que debe serpentear por las calles de la ciudad porque nadie se inmuta ante su paso. ¡Y cuidado con tocar al transeúnte despistado! La molestia se apodera de su rostro seguida de la absoluta incredulidad: ¿cómo le permiten a alguien incomodar a los peatones de esta manera? Principio de virtud

La siguiente parada no cambia mucho: el transporte público. De nuevo hablar de gestos como el dejar el sitio a quien lleva la carga, sobre todo cuando se sabe que se está a una estación de bajar, es algo extraordinario. La dinámica se repite: mirada incrédula ante el ente que asoma detrás de los bultos e inmovilidad absoluta. ¿Dejar mi espacio para que pase este otro que me incomoda? ¡Jamás! Realmente una muestra de indiferencia ante el resto que es el reflejo de que las apariencias ya no importan, pero no porque la cortesía o la urbanidad dejen de tener un valor, sino porque el comportamiento virtuoso se reserva en exclusiva para el ámbito privado, es decir, para los círculos íntimos. El mundo es un nido de desconocidos que poco o nada tienen que ver conmigo. Suficiente se hace con lograr comportarse bien con las personas cercanas.

Por eso, querida lectora, querido lector, la próxima vez que os topéis con alguien cargado hasta las orejas no os sintáis obligados a ayudarle. No es necesario. Pero haced un paso al costado, abrid un camino para que, al menos, el paso le sea más sencillo. Después de eso podéis continuar vuestra marcha con una sonrisa, pues habéis colaborado a la resurrección de la urbanidad: una virtud aparente que por lo menos implica reconocer que en este mundo somos muchos y es mejor para todos el mantener estos gestos de amabilidad. Os garantizo una cálida sensación en el pecho como señal de haber aportado un pequeño grano de arena. ¿Os animáis?

Archivado en Amabilidad, André Comte-Sponville, Ética, Urbanidad, Virtudes
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