No sólo la biología nos separa. Ya el existencialismo lo advertía de manera clara: la existencia precede a la esencia, pero necios como somos estamos empecinados en pensar que hay algo esencialmente mujer y algo esencialmente varón. El andrógino es la plenitud, el todo fusionado que, como toda totalidad, nos asusta tendiendo a provocar un violento rechazo. Salvo que esta inquietante confusión se manifiesta en la inocencia de la infancia, donde los colores rosa y azul, así como los códigos de vestimenta y las formas de llevar el cabello, se encargan de recordarles a todos lo que hemos de ser cuando las glándulas de nuestro cuerpo despierten.
Pero mientras el sistema endocrino duerme la sociedad está más que despierta: la pureza y la inocencia deben resguardarse hasta el último minuto (y quizá más). Que la niña actúe como niña y que el niño haga aquello que le corresponde. Nada de mezclar, nada de hacer perversos intercambios de roles. Hemos aprendido a confiar demasiado en nuestros ojos, así que el engaño nos tiene media partida ganada. He aquí que se nos presenta a un infante que se presenta como Mickäel (Zoé Héran) ante Lisa (Jeanne Disson). Su verdadero nombre es Laure, pero el pelo corto y su ropa hacen de cómplices a su indefinido rostro, ¿por qué no seguir el juego? Pronto es más Mickäel que Laure, un personaje construido a partir de la observación y la simpática imitación de las tempranas conductas masculinas. Claro, también hay algunos pequeños inconvenientes anatómicos resueltos de manera creativa y apostando a que nadie dudará de lo que sus ojos le muestran.
Es claro que mantener la representación a espaldas del mundo familiar es una tarea por demás compleja. La primera en descubrirlo es la fascinante Jeanne (Malonn Lévana), la pequeña hermana de Laure/Mickäel que se roba la pantalla más de una vez. Pero el juego sigue siendo divertido, de manera que el espectáculo puede continuar con esta pícara cómplice. La irrupción del mundo adulto es abrupta y violenta. Mickäel debe confesarle a Lisa que su verdadero nombre es Laure y que la historia de amor que se gestaba debe tomar un curso distinto. Es entonces cuando recordamos las palabras clave de la situación: escándalo, desviación, incorrecto… El elemento lúdico de construcción de una identidad al margen de lo que se nos manda ser se eclipsa de golpe para ser devuelto a la senda esperada. ¿Será?
La propuesta cinematográfica de Céline Sciamma es realmente interesante. Nos traslada a un tema complejo y polémico visto a ras de suelo, desde los ojos infantiles con los que quizá nunca deberíamos dejar de ver el mundo. Juego o no la personalidad es una construcción que todos los días vive con la amenaza de una reforma total. Amenaza nada más, pues pocas veces se cumple la operación completa. El yo es más bien un galimatías constantemente enmendado que, sin embargo, desprende un aroma familiar: su esencia. La película resulta recomendable precisamente porque nos deja preguntas que sacuden los prejuicios con los que normalmente convivimos (y vivimos). Difícilmente se sale con indiferencia de la sala y eso es algo que siempre se agradece. Las actuaciones son entrañables y la duda se clava sobre nosotros al final. ¿Qué esperar después de la caída de la máscara? Un acierto de la directora dejar la indeterminación como respuesta. La existencia precede a la esencia, no podía ser de otra manera.