Las once post meridiem de una noche de verano y ni una preocupación, olor a mar, un cubata de ron y buena compañía. Un golpe de viento que refresque la habitación cada dos o tres minutos. No pido más. Son caprichos que a veces podemos permitirnos. Yo elijo la película. Soy un dictador que fusila con balas de nostalgia… Te presento a Herman Raucher. El autor de la novela en la que se basa la película que hoy comentaremos; y del guion. Una historia autobiográfica que dirigió Robert Mulligan con sencillez y naturalidad, el mismo realizador que puso imágenes a Matar a un ruiseñor. Casi nadie al aparato. Atento pues, merece la pena. Sobre todo, una anécdota muy curiosa que si no la conoces, la deberías conocer…
Raucher quería escribir sobre su mejor amigo, Oscy, quería armar un sentido homenaje a un médico del ejército que murió en la guerra de Corea, y sin embargo, como tú y yo sabemos, las historias tienen vida propia, ni siquiera el escritor más egocéntrico puede jugar a ser Dios en sus propios textos, en los libros. Acabó recordando su relación con Dorothy, la mujer que tocaba a la puerta de sus ensoñaciones aquel verano y que le enamoró hasta perder el sentido, una mujer de la que nunca supo edad ni apellido, solo que su marido jugaba a los soldaditos en una guerra mundial. De ahí que los personajes mantengan sus nombres auténticos, Raucher quería ser fiel, no tuvo que exprimirse la sesera para fantasear lo que pudo haber sucedido en Nantucket Island en el 42. Todo está basado en hechos reales. ¡No tiembles! Y échate crema para el sol…
Aquella casa de allá arriba, era la casa de ella, y nunca, desde el primer día en que la vi, me ha sucedido nada tan sobrecogedor ni tan desconcertante; porque nunca he conocido a ninguna otra persona que me haya hecho sentirme más seguro y más inseguro, más importante y más insignificante.
La voz en off de Mulligan en la versión original, refresca esos calurosos e interminables días en la costa de Nueva Inglaterra y le da un aire melancólico al relato, una atmósfera onírica. Es más, durante toda la proyección sientes que la música compuesta por Michel Legrand se injerta en tu cuerpo y se apodera de tus sentimientos para manipularlos, unos acordes que diluyen la razón, y te resignas a que las reflexiones lógicas y las críticas se pierdan con el sudor. La banda sonora es simplemente, soberbia. Inolvidable. Y la fotografía, con esa casa que recuerda a los cuadros de Edward Hopper…
Hay brumas que empañan recuerdos, escenas enternecedoras que te suenan porque tú también las has vivido. ¿Quién no ha extendido su brazo en el cine, para asediar a una chica? ¿Quién no se ha puesto nervioso y ha sido incapaz de comprar preservativos en la farmacia? ¿Quién no ha querido parecer mayor y se ha comportado como un auténtico idiota? ¿Quién no se ha peleado con su mejor amigo? ¿Quién no ha leído a escondidas libros de adultos? ¿Quién no ha tenido un primer amor? Espero que hayas respondido afirmativamente alguna de las preguntas. Espero que hayas vivido…
Rastreando las pisadas hacia el pasado encontramos un ancla varada en la arena. Un adolescente norteamericano sobrevive a una experiencia secreta que marcará toda su vida. No es la Segunda Guerra Mundial. Y la culpable no es la señora Robinson. Gary Grimes es Hermie, Herman, un chico que pasa las vacaciones en familia, y que forma “el terrible trío” junto a su mejor amigo, y a su segundo mejor amigo. Los diálogos son frescos, alegres, inocentes. Sencillos y auténticos. Una de las razones que te impulsan a verla otra vez…
No necesito sacar mi álbum de fotos para sentirme identificado con el protagonista. Es tan inexperto y tímido como yo a los 14. Aunque yo me conformaba con controlar un balón, y Hermie dispara… dispara muy alto, no se fija en las chicas de su edad. La mañana en la que se le caen las compras a la guapísima y fascinante, Jennifer O’Neill, aprovecha para lanzarse a por su presa. Temblando, sí, pero ataca. Una mujer que dejaría sin aliento a cualquiera. Una obsesión para Hermie, una diosa ante la que postrarse. Vale, vale, vale de acuerdo, para acercarme al tono de la película, me estoy permitiendo ciertas frases almibaradas… ¿me perdonas?
El molino de la alegría se frena en la eterna secuencia final, mientras escuchamos The Summer Knows. El día en el que ella es informada por el gobierno norteamericano de que su esposo ha caído en combate. Bienvenido, señor drama. Sobran las palabras. Mulligan destapa su talento y enseña lo justo para transmitir su mensaje, para que el espectador entienda la historia. Sutil. Un baile entre el deseo y el desconsuelo. La intimidad de una espalda desnuda y unas bragas que caen al suelo. Ese secreto quedará cincelado para siempre en la memoria del joven.
Shakespeare llamaba flor de verano a la lujuria, pero no podemos caer en la tentación de simplificar tanto esta historia. No seamos pacatos. No siempre hay lujuria en el sexo. ¿Quién no ha tenido un verano imborrable, al que volvería con los ojos cerrados? Desgraciadamente, no hay una Jennifer O´Neill en cada playa. Verano del 42 es una de esas películas entrañables, encantadoras, que no destacan por su calidad cinematográfica, pero que te llegan muy dentro. Inexplicablemente. O no. Una de las más brillantes descripciones que se han escrito nunca sobre la pérdida de la inocencia y el paso a la madurez.
¡Ah! Se me olvidaba. La cinta se estrenó en 1971, como La última película de Peter Bogdanovich, y como podrás suponer, tuvo mucho éxito, el público aplaudía hasta que las palmas acababan rojas. ¿Qué provocó eso? Raucher recibió docenas de cartas de mujeres que afirmaban ser “su” dulce y delicada Dorothy. Ladinas. Bichos. Espera, no nos precipitemos en los insultos. Herman reconoció la caligrafía de la Dorothy genuina entre esas misivas. No solo eso, además, el remitente describía algunos detalles que solo ella podía conocer. ¡Eureka! Siguió leyendo, le confesaba que había vivido durante muchos años con un sentimiento de culpa, que se despertaba muchas noches con la duda de haber traumatizado a ese chico, y arruinado su vida. Pobre Hermie.
Ahora sin embargo, se alegraba de que él estuviera bien. No pedía nada, de hecho, subrayó que pensaba que era mejor para ambos no revivir el pasado. Dorothy no era un monstruo, hasta ese día del estreno vivió atormentada por aquel error. ¿Le hizo daño? Mi respuesta como espectador es clara. Seguramente sí, pero qué más da, gracias a ella Herman Raucher escribió su mejor obra. Me voy escuchando a Rod Stewart, Maggie May… otro que tal baila.