¿Qué es lo dionisiaco? Hay, al menos, un par de abordajes posibles ante esta pregunta que retumba en el oído nietzscheano como pulso de un tambor que marca el ritmo de El nacimiento de la tragedia. En primera instancia, bien podemos adoptar la perspectiva arqueológica, es decir, la de aquel que se da a la tarea de excavar esperando que en la profundidad de las ruinas se encuentre el secreto, la esencia o el origen que permita entender esta deidad sustantivada. Excavar esperando desenterrar el auténtico sentido griego de lo dionisíaco: revivir Grecia reconstruyéndola hallazgo tras hallazgo, vestigio tras vestigio. Pero hay algo de mistificación, algo de anhelo romántico que se cuela en esta manera de arremeter la empresa. ¿Dónde está realmente Grecia?
Lo que importa es, ante todo, no permitir que las capas del polvo del pasado oculten la fuerza de lo griego. Que su serena jovialidad, su Heiterkeit, no quede opacada por la mirada del arqueólogo, que el impulso que dotaba de un santo resplandor a aquella época logre iluminar todavía ante nuestros ojos: el resplandor del bailarín, del santo decir sí, del que ríe y se recrea en el juego de la transvaloración. Se trata, según las palabras del alemán, de “ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la de la vida…” (Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia) Resulta curioso que para asestar la última puñalada a la metafísica se tenga que recurrir a un concepto que destila a cada paso aroma metafísico: la vida.
Pero el concepto no viene solo, sino que viene a presencia por mediación de una actividad particular, a saber, el arte. La ciencia debe apreciarse desde la óptica de esta actividad creativa, desde un punto que permita atender al principio dinámico y dinamizante de toda actividad –segunda posibilidad de abordaje de la pregunta inicial. Esto no puede comprenderse del todo sin atender al rival y auténtico demonio empecinado en posar una nube sobre este santo principio al mismo tiempo que busca desviarnos del camino. Este “genio maligno” se encuentra en la moral que, también, debe ser transfigurada por la mirada plena de fuerza y vida. “¿Qué significa, vista con la óptica de la vida, –la moral?…” (Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia).
Tras cada paletada de tierra se devela un poco más de la ruina, se levantan más nubes de polvo con la insinuación de lo griego detrás de ellas. ¿Cómo apropiarse del significado de eso que destella detrás del polvo? ¿Cuál es la mirada adecuada para dejar que esa forma insinuada se revele en todo su esplendor? Y hablamos ya de revelación, de ese elemento imprescindible de lo religioso que no es sino pista, migaja de pan arrojada en un bosque para que los niños encuentren el camino de regreso. Pero los cuervos astutos de la moral están prestos a perdernos, a esparcir las migas por senderos diversos y sembrar así la confusión. Sólo la mirada del que ha aprendido a fundirse con el paisaje, del que es capaz de recrear constantemente el camino, del guardabosque que no ve ya laberintos que esconden minotauros sino caminos en cada rincón, solo él será capaz de vencer la trampa moralina. El secreto es simple: hay que escuchar al bosque, pues la vida susurra a cada instante el camino que lleva de vuelta a su regazo.
Quizá podamos entender así que “el arte –y no la moral– es presentado como la actividad propiamente metafísica del hombre” (Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia). Realizar una actividad artística implica abrir una ventana en el mundo para refrescarle con el aire de la vida. El arte no traiciona la fuerza de la vida, sino que permite su expresión de manera libre, esto es, posibilita un encuentro con ella en la medida en que le brinda forma. Pero, ¿es la vida el contenido detrás de la forma? Es aquí donde el juego entre lo apolíneo y lo dionisiaco cobra importancia. Las fuerzas dionisiacas son puro impulso vital, vida magmática fundiéndolo todo e infundiéndose en el todo, mientras que lo apolíneo viene a imponer la mesura, la forma que contiene y modela lo que de otro modo sería un apetito insaciable. El asunto es que la forma no devore a la vida, que no la oculte a tal grado que sea imposible reconocer ese impulso haciéndola devenir nada más que piedra.
Esta petrificación es precisamente el efecto del exceso de forma, la moral que relega al arte al reino de la mentira pues lo que importa es seguir la norma. Poner las formas antes que el aprecio por el impulso vital hasta que éste quede bien sumido en el rincón del olvido. Tras consumarse esta inversión es necesaria la perspectiva del artista para poder ver en la piedra lo que aún brilla, la fuerza magmática que, aunque precedente, está ahí todavía en espera de ser reapropiada y reactualizada. La esencia, ese gran concepto metafísico, por tanto, late en la forma tanto como ésta le contiene. El artista es el metafísico que sabe de alquimia, que puede activar el corazón ígneo de las cosas hasta que de ellas brote de nuevo la vida: despertar a Dionisio para renovar su libre juego con Apolo en un eterno retorno de variaciones y devenires.
El artista se opone así a la voluntad de ocaso, a ese “odio al «mundo», la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al «sábado de los sábados»” (Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia). Es necesario comprender la esencial amoralidad de la vida para verle sin miedo ni reparo, para que mengüe el reinado de la forma cárcel, de la forma moral, y advenga la paradójica forma magma o forma que es a la vez impulso (Trieb). Por ello reír, danzar, decir sí en santa afirmación es fundamental para encontrar algo más que vestigios mudos tras la polvareda de la excavación. Grecia debe vivir entre nosotros porque solo se encuentran a la espera de que el anticristiano, el artista, desate las fuerzas dionisiacas dormidas tras la nube moral que hoy le relega a ser un objeto de vitrina: muerto y superado.
Aprender a escuchar lo dionisiaco que grita en cada manifestación artística y en cada cosa del mundo, esa es una tarea que implica abandonar la búsqueda de lo original para dar con lo originario y abrir la puerta a la constante variación de lo mismo. Traducir es variar a partir de la íntima comprensión de lo vital detrás de lo traducido. La etimología no lo basta al filólogo sagaz que sabe que algo más late ahí-detrás de un supuesto sentido y sentido su(per)puesto. A la pregunta por lo que pueda ser lo dionisiaco debe responderse con una sonora carcajada que haga resonar el magma inmoral que es propio y esencial a la respuesta, es decir, se debe apelar a la fuerza que, más que una traducción, permitirá una reapropiación de aquello por lo cual se pregunta. Respuesta de artista, respuesta de perpetua creación que sabe que sólo haciendo danzar a Apolo se podrá ver que la forma es ya el contenido.