El día anterior a una gigantesca tormenta que anunciaban por radio, periódicos y televisión, nos dirigimos a Rye, a la casa donde Henry James vivió desde 1897 hasta que murió en 1916. Desde la carretera, Guideford Lane, se contempla un llano inmenso, fértil, salpicado de cientos de ovejas pastando por un lado y gigantes molinos de viento de un parque eólico por el otro. Un letrero de carretera anuncia nuestra llegada a East Sussex, 1066 county, el condado de la batalla de Hasting donde Guillermo el conquistador venció a Haroldo II, último rey de la Inglaterra anglosajona, e inició la invasión normanda de Gran Bretaña. Esta zona de Inglaterra es, muy a pesar de los ingleses, muy afrancesada. Muy atractiva por muchas razones para escritores, poetas, pintores y toda clase de artistas. La costa, que mira hacia Francia y que tiene la luz del levante cuando hace sol, es de playas de arena fina con dunas infinitas y las colinas que pueblan el llano sirven de refugio natural para pueblos pintorescos donde debió florecer el comercio en tiempos pasados. Te puedes imaginar sin esfuerzo muchas aventuras de piratas y corsarios batallando en ese mar del Canal de la Mancha, perdón The English Channel.
La primera impresión que tuvo Henry James de la casa, Lambs house, que fue su hogar y asiento en su admirada Inglaterra, la experimentó contemplando su sala del jardín en el esbozo de una acuarela que su amigo, el arquitecto Edward Warren, había pintado. Fue a ver la casa y le encantó, según le cuenta a su hermana Alice en una carta. Pero la casa no estaba en venta y él expresa su decepción con un suspiro de anhelo. De pronto el dueño de la casa falleció y, a través del herrero del pueblo, le llegó noticia de su disponibilidad. Así fue como en principio la alquiló y dos años después la compró por dos mil libras. Allí escribió las que son consideradas sus mejores novelas: The Awkwad Age, The Wings of a Dove, The Ambassadors y The Golden Bowl, que le hicieron pasar a la historia de la literatura con el sobrenombre de The Master.
El nombre Lamb House, le viene a la casa del primer dueño que tuvo y que la mandó construir en tiempos de Jorge I (George I), cuyo retrato cuelga encima de la chimenea en la sala de visitas. James Lamb, alcalde del pueblo, le dio posada al mismo rey en su casa, cuando un barco en que éste navegaba naufragó cerca de la costa de Rye, en la famosa playa de Camber Sands. Los acontecimientos excepcionales e imprevistos nunca suelen presentarse aislados y, la noche en que Lambs ofreció su cama al rey, su esposa se puso de parto y dio a luz a su hijo, George, al que el rey apadrinó, por eso le pusieron ese nombre. Me divierte imaginar cómo se las entenderían pues Jorge I no hablaba inglés y no creo que Lamb supiera alemán tampoco.
Es una casa espaciosa, con mucha luz y su jardín es grande e inspira paz. Hay una morera en el centro que sustituyó en el siglo XX a otra antigua, que era el árbol favorito del maestro. A mis hijos lo que más les gustó de la casa estaba precisamente en el jardín, las lápidas de cuatro perros, Nick, Peter, Tosca y Taffy, que habían sido mascotas de Henry James, o de otro famoso escritor, Edward Frederic Benson, que también vivió en Lamb House en un periodo posterior. Resguardada del viento, la situación de la casa en el pueblo no puede ser más acogedora. Está en un rincón de una calle soleada y desde las ventanas frontales se divisa la fachada posterior de la iglesia de la virgen María, con su pequeño cementerio. Henry James se congratula en sus escritos de tener la suerte de escuchar sus campanadas.
Cuando James murió dejó la casa en herencia a un sobrino suyo que la cedió al National Trust. La casa se alquila y muchos de sus moradores han sido escritores. La señora que nos vendió las entradas, una mujer mayor profusamente maquillada y orgullosa de su papel de anfitriona de tan literaria morada, me dejó copiar una lista mecanografiada por ella misma con los nombres de los habitantes de la casa desde Montgomery Hyde hasta Francesca y Dominic Rowa, los actuales inquilinos, que por cierto estaban en el recibidor casi al final de nuestra visita, y de los que ella recalcó que eran really delightful (encantadores de verdad).
Quién pudiera aspirar a comprar esa casa, como Henry James en 1898, o quizá a alquilarla por unos años. Ya no tiene la sala del jardín que cautivó a Henry James pues la bombardearon en la segunda guerra mundial, lo cual es una pena, pero se respira tranquilidad allí y, no sé si es por puro fetichismo, tengo la impresión de que allí es más fácil escribir un libro. Nos explicó la dama orgullosa que la estancia allí era carísima: It cost a lot of money to live here. Por supuesto no apuntó ninguna cifra, sería de muy mal gusto extenderse en hablar de asuntos pecuniarios. Henry James también se habría disgustado si alguien le hubiera hablado directamente de temas económicos. A la dama le hace más ilusión contar anécdotas sobre muchos de los visitantes de la casa cuyos retratos cuelgan de las paredes del pasillo: Virginia Woolf, Ford Maddox Ford, Maynard Keynes, Joseph Conrad, H.G. Wells, George Bernard Shaw y muchos otros. Los amables inquilinos del momento, Francesca, estilista, y su esposo Dominic, actor, no nos invitaron a quedarnos, así que tendremos que conformarnos con breves visitas frecuentes en el futuro. La casa sólo está abierta al público los martes y los sábados de dos a seis de la tarde.