Palabra
Palabra que no sabes lo que nombras.
Palabra, ¡reina altiva!
Llamas nube a la sombra fugitiva
de un mundo en que las nubes son las sombras.
¿Quién es esta palabra? De ella nada se sabe, salvo lo que ella misma no sabe: sabemos que ella ignora lo que nombra. La ignorancia, queda claro, no es un impedimento para el nombrar, de manera que bien puede pensarse que la intención es otra distinta del conocer, que intencionalmente le vuelve la espalda a éste. Lo que se busca es, quizá, poner de relieve algo, señalar, indicar. Esto no puede lograrse sin una cierta dosis de violencia: la palabra se violenta a sí misma recreándose en el poema. La palabra que desciende del título y se implanta en los versos “no está sonando en el mundo de la acción, en el ámbito de la vida práctica. Para darle su sentido, explicar su forma, hace falta otro mundo, un universo poético”. Así piensa Valéry.
Es esto lo señalado, lo que se indica en unas cuantas líneas. Hay una palabra que ignora lo que nombra y no se detiene por eso: llama nube a lo que es sombra porque en este mundo, el poético, las nubes son las sombras. Con su nombrar, entonces, la palabra poética no invita a una mera evocación libre de imágenes, sino que incita a la creación. Parafraseando a Yeats, el poeta irlandés, diremos que con su nombrar ignorante la palabra deviene símbolo que da voz y cuerpo a lo que carecía de ellos. ¡Pero esto es una sombra y no una nube! –exclama el lógico. ¡Imagina! –replicaría presurosa la palabra.
A la sombra fugitiva…
“La imaginación es una facultad casi divina que percibe en primer lugar, al margen de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías”, nos dice Baudelaire. La palabra invita a la percepción de estas correspondencias, a abrirse ante la experiencia de ver lo símil en lo aparentemente disímil. Con ello, lejos de ser un mero señalar, abre las puertas de la posibilidad: recobra el aliento y la libertad de un nombrar otrora obligado a una correspondencia preestablecida o impuesta desde fuera. Este radical “soltar las amarras” puede llegar a exasperar. No hay nada a que atenerse, no queda nada más que la libertad del propio nombrar. Pero algo se gana en esta libertad imaginativa y desesperante: lo bello, pues éste, bien lo sabe Valéry, no es sino “lo que desespera”.
En una inocente acción, como es el nombrar en ignorancia de lo nombrado, acontece la creación que es capaz de un ver que genera correspondencias. Pero éstas no pueden proceder de un ámbito que no sea el poético, es decir, la escisión de mundos u órdenes se mantiene en el nombrar en que la nube corresponde a la sombra y es creada desde ésta. Se le restituye al verso su soberanía al permitirle nombrar como nube aquello que, en apariencia, no lo es. Emana desde su centro, entonces, la correspondencia que exigirá una posterior tensión del pensamiento para ser esclarecida.
“La lengua se convierte así en un agente de «espiritualidad», es decir, en transmutaciones directas de deseos y emociones en presencias y potencias del tipo de las «reales», sin que intervengan medios de acción físicamente adecuados”, dice de nuevo el poeta Paul Valéry. La palabra no llama a la sombra nube, sino que llama a la nube a la existencia en la sombra. Es este el efecto mágico y transfigurador que opera en el mundo poético haciéndonos ganar lo bello: el fondo acontece en la forma. No hay más pretensión, no hay moraleja que buscar en los efectos de la palabra soberana que hace de la renuncia al saber su forma de ejercer su poder. Su interés está en el efecto de lo bello sin importar que con ello se abandone la senda de lo verdadero. “Quiero decir que estas palabras nos incitan a llegar a ser, mucho más de lo que nos animan a comprender”, sigue diciendo el francés. Quizá por ello lo fugitivo de la sombra le resulte como la luz a la polilla.
¿Quién es esta palabra? De ella nada sabemos. Pero nos atrae el efecto que genera, lo que destella en su sonido que, a diferencia de aquel, no tiene la claridad como uno de sus atributos inmediatos. Es una palabra que parece venir de aquella espuma que le ha visto nacer, palabra de y desde el origen. Lo bello en ella nos llama: “Es el deseo que siente una polilla por la estrella”, decía Poe. Y nosotros somos polillas que, en su excitación, confunden la belleza con el saber.