Palabra
Palabra que no sabes lo que nombras.
Palabra, ¡reina altiva!
Llamas nube a la sombra fugitiva
de un mundo en que las nubes son las sombras.
¿Quién es esta palabra? Increpémosla. Hay que torcerle el rabo, como dice el poeta. Aunque de poco valdría si Paul de Man tiene razón: “La palabra ya no coincide con el universo, sino que se limita a extender su mano hacia él en un lenguaje que es incapaz de ser lo que nombra; un lenguaje que, en otras palabras, es meramente un símbolo”. En la palabra, entonces, se abre la posibilidad, el hiato que nos obliga a decidir entre lo necesario, lo fatal e irremediable que cae bajo el peso de lo denominado como real, y ese otro lado, eso otro hacia lo cual nos proyecta y que no coincide ya con lo que es.
Pero esto que ya no es, no obstante, no deja de tender la mano señalando el camino hacia aquello de lo cual es mero símbolo. La realidad no está al alcance de la mano, pero la mano parece saber la dirección o el camino que ha de andarse para retornar a ella. Interrogar a la palabra es una búsqueda de estos indicios del camino de retorno. ¿Interrogar para buscar en ella la verdad?
Palabra que no sabes lo que nombras…
Desde el poema se advierte sobre la dificultad de encontrar un indicio de verdad en algo que no sólo no es lo que nombra, sino que tampoco sabe qué es aquello. Y es que esta palabra es poética, es palabra inserta en ese ámbito en el que, para Poe, la verdad es poco menos que secundaria. “Apenas si necesito observar que un poema sólo es digno de su nombre en tanto excita el alma, elevándola. El valor del poema está en consonancia con este grado de excitación y elevación”.
Esta palabra, entonces, es mero gesto. Extiende la mano como gesto dramático que busca que la mirada se gire. ¿Hacia dónde? Hacia el centro de la melancolía, hacia el corazón del hiato abierto que separa el nombrar de lo nombrado. A la reina le han robado su reino. Ha perdido potestad ahí donde lo que de ella emanaba era ley, realidad indubitable. Así, la palabra señala melancólica hacia aquello que le ha sido arrebatado. ¿No es esto lo mismo que señalar hacia el espejo en el que ya no nos reconocemos?
En el extrañamiento, la experiencia de la enajenación, brilla tímida la paradoja: un sobrecogimiento ante la triste imagen de aquel que no logra reconocerse en el espejo, ante quien no sabe quién es ni es lo que el espejo parece devolverle, sobrecogimiento del que, no obstante, emerge la intuición de la belleza. De pronto no es ya lo desconsolador y triste de la situación, sino la contemplación del conjunto, del que señala extraviado ante el espejo con una mano que anhela el encuentro, lo que eleva al alma y dibuja en los labios la exclamación de lo bello. Bien lo sabía el mismo Poe: “La melancolía, por tanto, es el más legítimo de los tonos poéticos”.
Nada más melancólico que situarse frente a aquella reina que, siendo su reino el del nombrar, reina ahora en ignorancia de aquello que es tan suyo. La palabra que deja de reconocerse en la reflexión, que se extraña en ella, palabra que no sabe lo que nombra y se yergue frente al hiato del espejo con nada más que ese gesto simbólico tan suyo: su apuntar en el que, no obstante, despunta el efecto de lo bello: la apertura (¿vuelta?) de su nuevo reino.
Esta palabra es una ignorante melancólica que genera en nosotros el efecto de lo bello. De nada sirve interrogar buscando en ella más verdad que la que emana de su situación y su gesto de loca incapaz de establecer su identidad. No obstante, permanece el misterio: ¿qué es aquello que señala tan afanosamente con la mirada perdida en el espejo?