Showtime lanzó en 2011 un serie televisiva titulada Homeland. El espectador que desconociera muchos datos sobre ella, se sentaría a ver una serie de espionaje, traición y caza al terrorista. Esperaría encontrarse con un producto que heredara la estela dejada por 24. Homeland le dejaría desarmado, golpeado y vencido, y no tardaría mucho en conseguirlo. Así, Homeland consigue desembarazarse de la carga de ser la responsable de seguir el legado dejado por la serie de Kiefer Sutherland, donde la trama se enzarza en infinitas infiltraciones mientras todo orbita en torno al peligro nacional. No pretende eso. Homeland se proyecta mucho más allá.
La obra que emite Showtime inyecta a su mundo una conjugación de relaciones por contraste que se van moviendo por la trama sin rumbo y de manera impredecible. Esta volátil movilidad no sólo afecta a la trama, y por consiguiente a sus personajes, sino que se expande más allá de las pantallas atravesando a un espectador que por momentos sufre de bipolaridad, y en el segundo siguiente se encuentra en la piel del enemigo número uno de EE. UU. viendo y entendiendo el mundo a su manera. Y todo eso puede suceder en medio capítulo de la serie. Uno de los aspectos más llamativos de la serie es su ritmo frenético, imprimido en cada capítulo, secuencia y fotograma, de una serie que finge ser algo que luego nos demuestra no ser, como si de un espía infiltrado se tratara.
Homeland, como decía, nace bajo la apariencia de ser una serie de agentes secretos espiando al mal para evitar el nuevo 11-S. Le basta con mostrar su narrativa para desmontar esto y crecer bajo un universo falso, de múltiples planos, que se superponen y que orbitan, no sobre la seguridad nacional, sino sobre complicados y rutinarios conflictos morales. La serie sabe jugar a policías y ladrones bajo los preceptos canónicos. Pero, y al mismo tiempo, sabrá romper con cada una de las reglas que componen ese universo, creando otro completamente opuesto con otro tipo de normas.
Ya lo hizo antes The Sopranos o The Wire: el argumento principal será la excusa para poder desarrollar una tela de araña que problematice acerca de aspectos morales, psicológicos o filosóficos de los personajes. Porque, al igual que en Tony lo de mafioso era secundario, Carrie Mathison (Claire Danes) no se queda en la heroína de traje, sino que su personaje está salpicado por la bipolaridad que le sacude el mundo de arriba a abajo, nublando su capacidad de conectar los hechos de la realidad y alcanzando una humanidad que parece salirse de la pantalla; como tampoco Nicholas Brody (Damian Lewis) permanecerá únicamente con la careta de héroe o con la de villano, sino con las dos.
Y, obviamente, recogiendo el buen hacer de otras series (como las ya mencionadas, The Sopranos y The Wire), Homeland no se queda en sus dos protagonistas, sino que ofrece una pluralidad de personajes que enriquece y complica la obra. Todos estos personajes juegan un papel distinto en cada uno de los planos que componen la narrativa, siendo igual de importantes en cada uno de ellos: Jessica Brody (Morena Baccarin) será el personaje que soporte (íntima y socialmente) ser la mujer del sargento Brody, será la madre que proteja de la despiadada realidad a sus hijos, será la mujer que busque su camino personal más allá del foco de su marido; Saul Berenson (Mandy Patinkin) será una pieza clave en el organigrama secreto de la CIA, el tutor paternal de Carrie y el hombre perdido en su solitaria casa.
Es tópico decir que nada será lo que parece, pero en realidad nada será lo que parece ser en un primer momento. Nadie estará a salvo (recuerda en ese aspecto a Game of Thrones), no habrá pilares inamovibles, como tampoco habrá líneas que impidan cruzarla. Todo parece posible en un mundo obsesivo, corrupto, de caras y caretas, de mentiras, de muchos planos que se confunden entre sí, mientras el espectador intenta, como Carrie en la serie, completar todos los lados del cubo de Rubik. Os lo adelanto: no lo ponen nada fácil.