Ana y Otto no dejan de hablar de distintas maneras a través de su historia única. Aunque ese carácter especial bien puede recaer en la repetición, es decir, en las cosas que parecen darse de nuevo acompañadas de un cierto aire de azar. El piloto que queda atrapado en lo alto de un árbol en un país extraño, la española que llora la muerte del caído y la realidad que parece ir en círculos de manera que pueda leerse igual en un sentido o en otro.
Pero no es así, no puede ser así. Por más que dé lo mismo empezar por la cabeza o la cola el camino es distinto. A-n-a, a-n-A, O-t-t-o, o-t-t-O… los nombres capicúa son simétricos pero el camino de ida y el de vuelta no escapan a la variación. Toparse con una “a” te hace esperar la “n” y de nuevo esa “a” de cierre. Lo complejo es saber reconocer esos elementos que componen el camino, saber ver la casualidad, el guiño de la fortuna. Hacer el trazado simétrico sin desviación ni confusión, con absoluta fidelidad al camino recorrido. Vaya tarea.
“Ya no quedan casualidades buenas. La culpa es mía, que las gasté muy rápido”. Y por casualidad me topo de nuevo con esta vieja amiga de la pantalla. El trabajo del oriundo de San Sebastián, Julio Medem, sigue dando vueltas en la vida como para recordar la forma que tiene el destino. Una obra plagada de metáforas textuales (en un sentido amplio de la expresión) que muestran precisamente que, aunque ya todo esté dicho desde el principio, siempre hay espacio para la sorpresa, para lo inesperado que no es sino la fatalidad disfrazada de presente.
Entonces los pequeños Ana y Otto no se dan cuenta de que principio y fin son como la cabeza y la cola de la serpiente que se devora a sí misma. La serpiente capicúa, el signo del destino. Si la muerte marca el encuentro en uno de los lados es ella misma la que estará esperando en el final del camino. Si el desamor está en la puerta es porque será él quién recibe y despide a los invitados. Entremedio está la colección de casualidades, las que nos cuentan una historia que, como siempre, sólo puede hacerse después de que las cosas han ocurrido. Vamos dando saltos de un momento de la ida a otro hasta completar el círculo, como el sol de la medianoche del Círculo Polar.
Voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta. Estoy esperando la casualidad de mi vida, la más grande, y eso que las he tenido de muchas clases.
La casualidad más grande es la muerte, esa que nos espera paciente y no llega nunca ni pronto ni tarde. Está ahí, nos espera, es casi imposible reconocerle a pesar de que desde el inicio se nos anuncia su presencia. Por eso nos sorprende. Pero hay tiempo para la casualidad del amor, para la del encuentro y el desencuentro, para ir dando tumbos en la búsqueda de lo que desde el principio nos estaba destinado. Hay muchas ventanas que esperan un valiente que salte por ellas. Esas ventanas de lo azaroso se multiplican cuando hemos atravesado una. Están siempre ahí, expectantes. Hasta que saltamos esa que es la más grande. Entonces el círculo se habrá cerrado y se podrá contar la vida como un conjunto de casualidades. Yo sigo esperando y voy a quedarme aquí todo el tiempo que haga falta.
Los amantes del Círculo Polar es una película grandiosa, de esas que te acompañan toda la vida. Ana y Otto hablan con su historia única siempre de distintas maneras. Una recomendación para que la descubran quienes no la conocen y la redescubran quienes creen que ya la han visto. “¡Venga valiente! Salta por la ventana.”
Me encantó esta película cuando la vi, y admiro mucho a Julio Medem. Es deliciosa y enrevesada. A ver si encuentro una ventana abierta para saltar y verla esta semana…
¡Pues a buscar ventanas chicos! 🙂 La del cine es de verdad una de las preferidas. ¡Gracias por sus comentarios!
Para mi, lo mejor de Medem. Yo también voy a buscar un hueco para revisarla. Me has puesto los dientes largos.
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