Abres los ojos un domingo por la mañana. Llueve, y no tienes resaca. Te frotas la cara, te estiras como el Cristo Redentor del Corcovado y ruedas como una croqueta en la cama deshecha. Te pones la ropa del día anterior de un salto, te sientas para calzarte. Un calcetín de cada color y tu dedo gordo saludando por el viejo mirador. No importa. Un minuto más tarde, cierras la puerta pillando la mano a tu sombra, sales pitando y silbando Shadows in the Rain de The Police, huyes como un ladrón, sin decir adiós, sales a por el periódico y sobre todo, en busca de unos ricos cruasanes para el desayuno. Los antojos. La llave de la felicidad.
Crees en la ciencia. Y claro, te mojas; porque eres educado y un poco tonto. No usas protección… para la lluvia. Dejas pasar a esas señoras que paraguas en mano, viajan en el carril de la tierra seca que protegen las cornisas de los edificios. Nunca se apartan, son las dueñas del barrio, con su mirada fija en el suelo. Las gotas recorren tu mejilla al entrar en casa de vuelta. Resoplas. El café con leche y tu capricho te esperan. Extiendes el periódico sobre la mesa, y comienzas a leer; por detrás. Un sorbo de gloria, un mordisco al vicio. Y entonces…
Los Premios de la Academia de Cine Europeo… ¿ya? ¿Quién ha ganado? ¿Qué? ¿Por qué no he visto esa película? ¿Por qué sale el ubicuo Almodóvar en la foto? Blancanieves, Dans la maison… Vuelas al ordenador para ver cuándo se estrena. ¿Qué? ¿El viernes pasado? Tus dedos teclean como autómatas, sin necesidad de que les mandes órdenes, compras una entrada lo antes posible. Sí. Aceptar, aceptar. Es definitivo. Estás obsesionado. Al menos, no engorda…
En Roma, durante el verano, un turista japonés puede desmayarse al contemplar tanta belleza desde una colina. Aunque es por la noche, cuando realmente hierve la vida social de la ciudad. Los nobles decadentes, los artistas e intelectuales descompuestos, los políticos de guante blanco, los criminales con alma y corbata negra, los prelados de pico fino, los periodistas sordos, los actores que hacen teatro, enanos, prostitutas,… todos bailan reguetón o Far l’amore de Raffaella Carrá remixado por Bob Sinclar, y disfrutan de la dolce vita en fastuosos palacios y villas milenarias con paredes que guardan, silenciosas, historias para no dormir.
La pobreza no se cuenta, se vive.
Jep Gambardella (Toni Servillo) es un escritor frustrado que cumple los 65 empinando el codo, un seductor que empieza a sentirse viejo, un periodista vulgar, que asiste a performances huecas, desnudas y sangrientas, y que gota a gota, colman el vaso de su paciencia, afilan sus colmillos y lo emborrachan de una ingeniosa apatía, una elegante decepción. Un miserable Peter Pan que llora lágrimas con sabor a gin-tonic y que no conoce las mañanas. El desencanto de un cínico que viste como el Gran Gatsby. Estoy seguro de que el imaginativo Paolo Sorrentino ha visto alguna vez la película-documental que Jaime Chávarri “robó” a la familia Panero.
Porque aquí también hay poesía. Y excesos. Jep organiza fiestas chic en la terraza de su apartamento, un espejismo con vistas al Coliseo, por el que desfilan personajes poderosos de atractivo menguante, frívolos, pedantes y vacíos. El aparato humano es el título de su famosa y única novela, con la que consiguió un premio literario y una reputación. Laurel marchito. Como la ciudad que ama. Todo y todos se convierten en polvo a su alrededor. El tipo es un sinvergüenza en ruinas, muy irónico, casi un personaje de Woody Allen. En una de sus conversaciones, tiene una réplica genial citando a Flaubert, que me encantó. Para no perdérsela. Sin embargo, todo este tinglado es más un homenaje a Fellini, como han dicho casi todos los críticos, los opinantes que no se cansan, ni se cansarán en el futuro, de hacer la genuflexión a los creadores de La grande bellezza. Probablemente, con razón; y razones.
Un paseo en la noche interrumpido por los fuegos artificiales. Estamos ante una película tan rara como hermosa, fascinante, arrolladora, melancólica, perfecta en su imperfección, de estructura caótica, irregular y esperpéntica, detallista, que podría desorientar y abrumar al espectador casual. Como en esa escena en la que una tropa de flamencos descansan en la terraza de Jep antes de continuar su vuelo migratorio… Y de pronto, “la madre Teresa” sopla, y reanudan el viaje, agitan sus alas hacia el amanecer. ¿Magia? ¿Surrealismo? Ambos. A continuación, la pluma de los guionistas deja caer una de las claves que probablemente, espolearon este proyecto.
¿Te puedes quedar paralizado esperando crear tu gran obra? ¿Hipnotizado, haciendo cola, deseoso de encontrar y apreciar “la gran belleza”, dando plantón a otras un poco menos agraciadas? ¿Sabes que el riesgo de no estirar el brazo para tocarle las tetas, es quedarse soltero? ¿Hijo de una sola novela? ¿Tú también te quedas embelesado? La profundidad, la sabiduría, no siempre se encuentra en las catacumbas de los autores más encopetados, pequeño saltamontes, también se puede esconder en escenarios enmoquetados o entre unos sillones tapizados en color rosa pálido. Horteras.
Viajar es útil, ejercita la imaginación. Todo lo demás es desilusión y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte. Personas, animales, ciudades y cosas, todo es inventado. Es una novela, nada más que una historia ficticia. Lo dice Littre, él no se equivoca nunca. Y además, cualquiera puede hacer otro tanto. Basta cerrar los ojos. Está en la otra parte de la vida.
Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline.
Toni Servillo está inconmensurable en el papel de juerguista sesentón en busca del esplendor perdido. Un cazador cazado, que anda con con la pistola a cuestas. Se ha perdido en el bosque. Buscó la belleza física… entre el humo de las mujeres. Rastreó la belleza superficial en el remolino de las fiestas más chispeantes de la noche, aunque eso tampoco satisfizo al rey de la mundanidad. La belleza artística de las estatuas, cuadros y demás obras de arte, es simple bótox. Agua. Apariencia. Y la belleza espiritual del mundo religioso, es la nada desdentada. Un truco. El director muestra en todo momento, la belleza y su contrapunto.
Tremendo actor. Toni Servillo, quédate con el nombre de este joven para recordarlo la próxima primavera. De Oscar. Y magnífica, también, la fotografía. De Luca Bigazzi. Los planos a contraluz y esa cámara que viaja en tren eléctrico al ritmo de la estupenda banda sonora, los contínuos travellings, me recuerdan inevitablemente a Terrence Malick. El guion de Paolo Sorrentino y Umberto Contarello es brillante, trufado de diálogos y situaciones desternillantes. Y reconcentrado. Para quedarte un rato pensando. Cabrones.
En fin. Contrastes. Redención. El hijo pródigo que vuelve al redil. Que despierta, que se espabila. Jep sueña con volver a escribir. Lo hará. No se perderá en la espiral de nostalgia. Y si nuestro protagonista es el espejo de la ciudad… ¿podrá Roma, o Italia, volver a escribir su historia sin renglones torcidos? ¿Será capaz Jep, de superar el asco hacia sí mismo y hacia los demás? ¿Será capaz de salvar la parálisis que causa la belleza? ¿Será capaz de olvidar el pasado?