No hay espasmos de placer, pero leer Libertad de Jonathan Franzen es como si estuvieras escuchando en directo al fantasma de Amy Winehouse. Una delicia. Hacía tiempo que no me emocionaba tanto con un libro, y aunque no quiero parecer una quinceañera hablando de Justin Bieber, creo que se me va a notar, así que antes de nada… siento no ser objetivo. No soy un objeto. Aunque a veces parezca un mueble.
Tiene talento, el gafotas de Chicago. Es un buen narrador, es ingenioso, es profundo, inteligente, culto, osado y crítico. ¡Dios! ¡Qué vergüenza! Espero que Jonathan no lea nunca esta línea, y menos a tanta gente interesada, o mi cabeza podría explotar y manchar las columnas y las cristaleras de Ketchup. Y a él le importaría un pimiento. Venga, va, intentaré fiscalizar su escrito como si fuera Tom Cruise ante Jack Nicholson en Algunos hombres buenos.
Hasta casi el final de la novela, pensé que sobraban muchas páginas, que Jonathan Franzen se podía haber ahorrado muchos sudores y líneas, que podría haber sacado la podadora a pasear, pero no. Contradigo a mi yo, a ese muchachote que acaba de levantar la vista en la página 495. No sobra nada. No se le va de la mano, no es un ejercicio de escritura automática. Ahora echo de menos más detalles. Cada párrafo nos acerca más a esa familia, a la sociedad yankee; y en este mundo globalizado, por tanto, a nuestro pueblo, a nuestra gente. Nos ayuda a entender que…
Los personajes evolucionan, maduran, están vivos. Cómo y por qué. La familia Berglund y los que les rodean cambian de piel cada año, como tú y yo. Y es una enseñanza continua ser testigo mudo de primera fila. Eso sí, en todas las historias hay dos versiones. Al menos. Tenemos que tener los ojos bien abiertos si no queremos que nos metan un dedo en el ojo. Si no dudas, o eres un fanático o eres tonto. Es un asco. No estamos muy acostumbrados a pensar. Tomamos una idea, una frase o una imagen, y nos formamos una opinión, digerimos un veredicto que muchas veces no concuerda con la realidad. Las distintas perspectivas rellenan huecos.
Me siento muy vieja, Richard. Que una persona no dé buen uso a su vida no significa que su vida deje de transcurrir. De hecho, su vida transcurre aún más deprisa.
Menuda historia. Patty escribe la segunda parte de su autobiografía en tercera persona. Esta vez, el lector que busca no es el mismo. Quiere y necesita, que Walter la perdone. Necesita explicarse, el blanco y negro solo aguanta el paso del tiempo en las películas clásicas. La hija de Joyce ya no vive de quimeras, sostiene la mano de su padre Ray Emerson mientras muere, comprende lo que ha tenido y perdido. Walter. Y aunque al principio no reacciona, pues deja pasar el tiempo avergonzada, a su ritmo, lentamente, redescubre que hay que tirar a canasta, que es ella misma quien debe jugarse el pellejo por sus deseos, sus sueños, que no hay tiempos muertos. O estás dispuesto a morir por lo que quieres, o mueres sin ello. O lanzas, o vas al banquillo.
Walter en cambio, necesita salir del pabellón y despejarse. Cuando lee “el regalo de Richard”, el manuscrito, por fin se libera, se desahoga, se relaja, abre los ojos… rompe con Patty, decide separarse. Lalitha le quiere, sin condiciones. Un amor puro, admiración, cariño y deseo carnal. En ambas direcciones. Empieza a encontrar su propio yo, empieza a mirar dentro de él. Y llega la escena del discurso en Whitmanville. Grandiosa. Deja la fundación. Ahora puede gritar otra vez, puede marcar dónde está el cáncer del planeta. Y aunque le apaleen, es feliz. Y la ira desaparece.
Como un manantial de agua fría en el fondo de un lago de aguas templadas, la arraigada depresión fruto de su carga genética sueca se filtraba en él desde las profundidades: la sensación de que no merecía a una compañera como Lalitha; de que no estaba hecho para la vida en libertad y el heroísmo del bandolero; de que necesitaba una situación de descontento más gris y duradero contra la que luchar y en la que dar forma a una existencia.
¿Se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco? Sí, si bebemos de la voz rasgada de El Cigala. ¿Por qué Walter perdona a Patty? ¿Se conforma y deja caer por su mejilla lágrimas negras o es la mujer que elige de verdad para pasear agarraditos de la mano? Si Lalitha no hubiera sufrido aquel trágico e inesperado accidente… Patty jamás habría podido besar otra vez a su marido. Ni acercarse a menos de un kilómetro. Sin embargo, el final es el que es, y no se les ve tristes.
Antes de la muerte de la comprometida ayudante, creo que el matrimonio estaba en un bucle, como ratas corriendo en la rueda. En el pasado, Walter no hacía feliz a Patty, porque él no se sentía querido ni deseado, y siempre estaba dispuesto a dar más de lo que recibía. Un pesado bienintencionado. Así creaba una obligación de compensación en la chica, que acabó destrozándola. Chantaje emocional. Y a riesgo de convertirme en el inefable Paulo Coelho, creo que para hacer feliz a alguien hay que ser egoísta, y primero, ser feliz uno mismo. Patty, por el contrario, que es una neurótica redomada, no solo depresiva, tiene que volver a Nueva York y ver cómo ha terminado su familia, sus padres y sus hermanas, para sentirse importante, para sentir que merece ser amada, para extirparse el tumor de la culpabilidad. Para abrirse. Complejos infantiles.
No puedo dejar escapar a Walter sin hacerme unas preguntas, ¿queremos ser como los tres monos sabios o tomar conciencia con el tema de la superpoblación? Yo, si tú quieres, me pongo el primero. No oigo, no veo, no hablo. De momento… no soy capaz siquiera de secuestrar un gato asesino y conducir tres horas para abandonarlo en una protectora de animales. ¡Por cierto!, me encanta la amenaza irónica y soterrada de Walter a la vecina entrometida, la exdueña de la máquina de matar pájaros, que ahora ha comprado otros tres gatitos. Procura no dejarlos salir de casa, este mundo es peligroso para los animales pequeños. ¿Te traigo algo más de beber?
Richard es una reinita cerúlea, una especie en extinción. Libre. Auténtico. Y en el pecado lleva su penitencia. Sexo, drogas y Rock ‘n’ Roll.
La integridad es un valor neutro. Las hienas también tienen integridad. Son pura hiena.
Joey nunca se parecerá a su padre. Y sin embargo, son iguales. Uno demócrata, otro, republicano. Huyen de sus genes, quieren distanciarse de sus progenitores. Pero en el fondo, la familia es la gravedad que les hace tener los pies en la tierra. Les atrae. Gracias a la familia, usan la cuchilla de afeitar para lo que fue creada. Joey también ha necesitado “perder” a Connie Monaghan para valorarla. Y ha tenido su propio Katz en Jenna. El deseo, la tentación. El amante pasajero. Y Jonathan era otra punta de triángulo. Todo son triángulos. Como la táctica del Barça…
Tiene olfato para los negocios… pero también escrúpulos. Quizás sea algo frío y desapegado, pero necesita a su familia. No es Gordon Gekko en Wall Street, desde luego. ¿Por qué el escritor de Western Springs, Illinois, no profundiza en Jessica? Ahí cojeamos…
Ésa no era la persona que él creía ser, o la que habría elegido ser si hubiese tenido la libertad de elegir, pero había algo reconfortante y liberador en ser una persona real y definida, y no una colección de personas potenciales y contradictorias.
La humanidad avanza como una apisonadora que asfalta la tierra, lo que antes era un lago Sin Nombre, hoy es una zona residencial. Podemos ser ermitaños “potencialmente degenerados”, comprar tres gatos que no necesitamos, solo por joder, o crear pequeños refugios para salvar lo que creemos importante, y dejar pasar solo a nuestros amigos.
Libertad es una novela política que se mete en muchos charcos. Atiza a diestro y siniestro. Critica con argumentos, sin distorsionar la imagen del espejo, sin hacer trampas. Jonathan Franzen utiliza a sus personajes para contar el mundo que le ha tocado vivir. Para dar su opinión. Es libre. Y la libertad es poder equivocarte, la libertad es saborear la frustración…
O eso es lo que saco en claro de cierta novela que acabo de leer… una novela, por otra parte, que no pasará a la historia por ser la más original del año 2010, el señor que la ideó no es el Tarantino o el Nolan de la literatura, es más bien un Polanski o un David Lean moderno. Un clásico con smartphone en el bolsillo. Un Tolstói americano, dicen algunos expertos en letras.
Encarno otra vez al alférez de navío Daniel Kaffee, aunque odio los uniformes, ¿es usted pretencioso, Jonathan Franzen? ¿Por qué es tan cargante? ¿Por qué es usted tan ambicioso? ¿Por qué algunos lectores le acusan de mirarse tanto el ombligo? ¿Es usted demasiado consciente de lo bueno que es y quiere mostrarlo en cada línea? ¡A la cárcel! ¡Viva la mediocridad, maldita sea! ¡No haga que el resto de los mortales se sientan mal al comprenderse inferiores! ¡Váyase al infierno!
En fin, ahora leeré Las correcciones, Carlos, la que según los críticos, es su mejor novela. Ya veremos. Soy de los que piensa que El amor en los tiempos del cólera es la mejor novela de García Márquez, que es muy superior a Cien años de soledad. Y defenderé mi opinión aunque me quede solo… y con tanta gente navegando en el mundo, con Internet, es imposible quedarse solos.
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