Debo iniciar sincerándome: la novela, hasta ahora, no me ha decepcionado. Una declaración de principio necesaria para desgranar el texto buscando mostrar puntos fuertes y puntos flacos. Precisamente hablando de estos últimos hay que decir que el dilema de entrada, es decir, la línea que nos cuenta la historia de Marcus y cómo ha llegado a la penosa situación de ser un escritor famoso que no puede escribir, es pobre como la línea que acabo de escribir. No me refiero a cómo se nos cuenta los hechos que fundaron la amistad con Harry, sino a sus dilemas y experiencias como escritor. Ya Gorka se ha encargado de mostrarnos las posibles referencias literarias y queda claro que Dicker promete, pero todavía está lejos.
Así que, de entrada, esta historia de “El Formidable” me parece que hace agua y llega a resultar hasta tediosa. Es como poner un matorral justo frente a lo que realmente queremos ver haciendo que el lector mueva las manos constantemente buscando librar el obstáculo. Realmente anodina la lección moralina del aprender a caer. ¿Sólo eso se necesita para escribir un buen libro? ¡Por qué no me lo habían dicho antes! Demasiado simple o, mejor, simplón. Albert Einstein suspendió matemáticas, a Michael Jordan le dijeron que no servía para el baloncesto y a Marcus Goldman le dieron una golpiza para desinflarle el ego. No cuela. Aunque podría ser que se salvara si la intención de Dicker fuera la de ironizar con este tipo de historias de superación tan americanas: ¡viva el sueño americano!
No sería raro, pues hay más de un guiño con elementos como la parroquia que ahora es un McDonald’s (“El mundo entero se está convirtiendo en un McDonald’s, señor Goldman”) y el episodio de Bill Clinton y Monica Lewinsky (“porque las mamadas, señoras y señores, permanecen grabadas en la memoria”). Quizá haya más de esto en el libro que de la intención de hacer una novela cruda o con un poco más de sangre, así como las de tu Capote Gorka. Joël Dicker busca hacer un retrato fiel del panorama norteamericano desde los 70 hasta el final del periodo de Bush. Algo arriesgado teniendo la perspectiva europea integrada. ¿Será por eso que a veces huele más a crítica social que a sangre? Por lo pronto tenemos esa constante referencia a la doble moral de una sociedad religiosa –hasta ultrareligiosa– por un lado y sus prácticas en lo oscurito por el otro. Ahí tienen a la chica más bella de la ciudad siendo alentada por su madre para que se “deje hacer” si Harry tiene un repentino arranque. Y qué decir de la inocente N-O-L-A: una auténtica caja de sorpresas. Pero qué más da:
América es el paraíso de la pilila.
La niña de 15 años, musa del gran escritor, Nola Kellergan, no deja de asombrarnos con sus cambios de personalidad. No en vano se le advierta a Marcus: debes centrarte en la víctima. Maltrato, felaciones y desnudos, ese es el repertorio de una pequeña que, cómo no, es hija del reverendo Kellergan. Un personaje especialista en hacer oídos sordos ante los castigos que su mujer imponía a su hija por razones todavía desconocidas para nosotros. Vamos, el típico religioso que habla frente a una comunidad con autoridad pero la pierde en cuanto cruza el umbral de la casa. Un guiño crítico más de Dicker que, debo reconocer, me parecen bastante aceptables por ser agudos señalamientos que dejan al lector la responsabilidad del juicio. Pero la verdadera historia, la que está detrás de tanto matorral que se nos va poniendo, es la de Harry y Nola, Nola y Harry, Romeo y Julieta… ah no, ese es otro tema. Así que entremos de lleno en materia.
En el peor de los casos, me decía, es un hombre como cualquier otro, y los hombres tienen demonios. Todo el mundo tiene demonios. La cuestión es simplemente saber hasta qué punto esos demonios son tolerables.
¿Es Harry inocente del asesinato? Toda la primera parte nos lleva a pensar que sí, que el verdadero asesino está por ahí en Aurora vigilando los pasos de Marcus. Pero quizá la verdadera pregunta es otra: ¿no la mató Harry desde el momento en que se enamoró de ella? Es una pregunta en consonancia con lo melosa –y trillada– que es la historia de estos dos personajes. Vamos, que Los orígenes del mal de Harry Quebert, esa novela que no se cansan de calificar de “obra maestra”, es un refrito shakesperiano en toda regla. Tiene la virtud, por tanto, de tocar un tema de esos que son universales, que siempre le hablan a la humanidad en cualquier época. Pero de ahí a que se ejecute una variación con maestría hay mucho trecho. El amor prohibido: infalible recurso de la literatura. Aunque, dicho sea de paso, no se entienden del todo las razones por las que el morbo que despierta la historia de este amor pueden condenar un libro –el de Harry– y catapultar otro al estrellato –el de Marcus. Al fin de cuentas los dos cuentan la misma historia y en los dos el amor entre una jovencita y un hombre están en el centro.
Pero lo que nos mantiene en vilo es el asesinato y la posibilidad de resolverlo antes de llegar al final. Aquí Dicker hace bien su trabajo: va sembrando pistas, descartando culpables, despistando un poco al lector. Juega también con Nola que es la que va cambiando de disfraz en este baile de máscaras. Es precisamente esta inestabilidad, esta incertidumbre de saber quién es y qué fue lo que pasó finalmente lo que me mantiene leyendo. Punto para el escritor. Aunque, como ya he dicho, da la sensación más de una vez de tener demasiada paja delante. Interrupciones con ese chocante símil del boxeo con la escritura (Rocky Balboa nos escribe una “obra maestra”), otras con los problemas editoriales de Marcus y otras tantas con los sueños y anhelos de cada uno de los habitantes de Aurora. Lo reafirmo, no estamos ante un mal libro, pero sí ante uno que quizá se alarga de manera innecesaria. Pero tendremos que continuar para hacer una valoración más justa y mesurada. Así que no queda sino decir: hasta la próxima semana.
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