La fachada, esa careta que nos invita a hacernos una idea de lo que hay detrás. Nunca se sabe si se está delante de un verdadero palacio o si se trata de un set en donde no hay sino la apariencia de una casa, de una construcción imponente. Quizá lo que se esconde es precisamente el vacío. El rostro es siempre una fachada, una que cuesta mucho desarrollar. Ya desde el inicio se nota que no voy a decepcionar a Gorka. La filosofía es la marca de mis gafas en estos Mundos paralelos.
Patty Berglund parece ser la esposa ideal. Bien educada, un buen aspecto, respetuosa y alejada de los conflictos. Pero poco a poco las pasiones humanas comienzan a hacerse presentes. Los velos de la aparente perfección van mostrando la envidia, la desesperación, la rabia… Vamos, un día cualquiera en la vida de la humanidad. La fachada nos muestra a una familia de Minnesota donde todo parece ser miel sobre hojuelas, aunque poco a poco se ve que algo no anda del todo bien en el suculento platillo. Es Patty quien, a través de su autobiografía que no es sino un ejercicio terapéutico, nos da una primera perspectiva de lo que pasa detrás de esa escena que tantas veces hemos visto.
Tres décadas son suficientes para completar el abanico de las posibilidades humanas. El orden en el que se van añadiendo los colores ya es cosa de cada uno, pero lo cierto es que estamos condenados a decidir siempre en una tormenta de decisiones que nos son ajenas. Buenas intenciones, malos resultados. Una fórmula que puede repetirse una y otra vez en la vida. Patty sabía reconocer el esfuerzo por ser buena persona en los demás. Aunque en esos intentos se obtengan muchas heridas de batalla. Se trata de una ingenuidad que llena de cicatrices la mente y convierte a la persona en una auténtica olla de presión: si no se encuentra una válvula de escape la explosión será inminente.
Pasa entonces que alguien nos dice: pareces buena persona. El ego, halagado, decide creer en las palabras y se anima a recorrer el camino que le proponen. Es increíble lo fácil que es caer bajo el encanto de la adulación, sobre todo si es sincera. Difícil, en cambio, salir del personaje que se nos impone, perder el miedo a dejar de recibir este tipo de regalos verbales por darle espacio a un yo más auténtico, más libre. Es así como Richard Katz, objeto de deseo, comienza a ocultarse, a reprimirse debajo de la imagen de Walter. Una operación en la que el primero termina convirtiéndose en el segundo, al menos en apariencia. El camino más rápido para atender a lo que en psicoanálisis se llama el retorno de lo reprimido. Algo que bien podemos imaginar como esa caja de juguete de la que, ante el estímulo adecuado, sale intempestivamente un personaje (regularmente un payaso) bailando en un resorte con una simpática melodía de fondo. El miedo y la risa hacen de acompañamiento.
¿Qué se podía esperar de una chica que creyó demasiado tiempo en Papá Noel? Su familia, siempre la familia, “había preservado su ilusión porque su inocencia era algo hermoso”. Sin importar que la impronta de la inocencia quedara tan profundamente marcada que le traería muchos problemas en el futuro. La desconfianza, la duda cartesiana y medio obsesiva, es algo que debe administrarse a cucharadas. Subrayando: debe administrarse. Es más que probable que se transforme en una herramienta muy útil en la vida. De esas que te hacen reconocer que tu amiga no tiene leucemia, sino una adicción a las drogas y a tu presencia. Así Patty, como el protagonista de El ogro de Atenas, nunca llegó vivir de verdad sino “hasta que lo confunden con el ogro”. No obstante, la vida a través de la apariencia puede llegar a ponernos en contacto con nosotros mismos.
Asistimos entonces a lo irremediable. El “hechizo katziano” no ha dejado de estar presente y resulta tan poderoso que Patty es capaz de dar a luz a un hijo de Richard sin haber compartido la cama con él. No es que Walter sea completamente inocente en esto, pero es muy tarde ya para deshacer el camino que han andado construyendo una relación con un fantasma como amalgama. Sucede que el espectro se encarna y el amigo con rasgos de Gaddafi irrumpe de nuevo por la ventana vaginal en una simpática escena de sonambulismo. El lago Sin Nombre y todos sus pájaros guardan entonces el secreto que confirma que el ardor del deseo es uno muy difícil de apagar. Algo así como el sol del norte de Minnesota en junio.
En esta primera parte Jonathan Franzen nos invita a asomarnos por la primera de las ventanas de la fachada. Conocemos la historia de la familia contada desde fuera, pero la grandeza del libro recae en la capacidad de contarla desde la intimidad de los participantes. Un relato sumamente detallado que da cuenta de un dilema fundamental: la libertad se materializa en decisiones que siempre tienen un resonancias llamadas consecuencias. Éstas pueden no gustarnos, pero son las que, de alguna manera, van condicionando los pasos siguientes. Así, la libertad se va adentrando en un camino angosto que en nada se parece a la idea romántica que podemos tener de ella. Más que recomendable hasta ahora el relato muy bien escrito y cuidado hasta el más mínimo detalle. ¿Qué nos ofrecerá Franzen en la siguiente ventana?