Dice el el refrán: “Adonde fueres haz lo que vieres”. Síntesis que sugiere la necesidad de conectar con la moral en turno, es decir, adaptarse a las costumbres del sitio en el que uno se encuentra. No obstante, la curiosidad humana y su tendencia al ejercicio de la comparación hacen casi inevitable el que las preguntas comiencen a generarse. ¿Por qué esto se hace así? ¿No sería mejor hacerlo de esta otra manera? ¡¿Pero qué raros son aquí?!
Entramos entonces en el terreno de la valoración. Comenzamos a poner sobre la balanza la pertinencia de formas y maneras de ser, de orientarse y abrirse camino en el mundo. Habrá quien, muy seguro de lo propio, simplemente juzgue como inadecuado, arcaico y hasta estúpido todo aquello que le resulta ajeno. El inseguro, por su parte, no tardará mucho en negar su pasado con tal de ganarse la aceptación en el círculo del presente. Tarea esta que suele derivar en máscaras más o menos grotescas ya que, al final, es imposible liberarse por completo de los pasos que nos han traído hasta aquí.
Buscando acercarse al justo medio aristotélico, es decir, asumiendo una actitud más prudente, se puede optar por una seria puesta en cuestión de lo propio y de lo ajeno al tiempo que se deja abierta la puerta para una tercera o cuarta alternativa que derive del ejercicio. Al final, las posibilidades humanas son numerosas y ninguna puede ser determinada como aquella de mayor valor. La prudencia, entonces, nos dice que hay que abrirse a la riqueza de las posibilidades para valorar mejor lo propio, integrar lo valioso en lo ajeno y estar dispuestos para lo inesperado.
Se trata, además, de un proceso necesario para establecer unos límites necesarios a la propia acción. Aquí, por ejemplo, he tenido que aprender que una invitación a disfrutar de una “relajante” taza de café o a una sesión de cine puede ser inmediatamente interpretada como una declaración de intenciones. Lo que en el contexto de Latinoamérica se ve como un acto de cortesía o caballerosidad, es aquí el primer y decidido paso que conduce a la cama o, en el peor de los casos, un insulto y menosprecio del género femenino. Sobre todo si la faena se remata con un inocente intento de hacerse cargo de la cuenta. Es así como se llega a saber lo que se puede y no se puede hacer en el nuevo contexto.
Viene entonces el proceso de valoración que en ciertos casos puede derivar en actos cercanos a la paranoia. Ya el mero hecho de preguntarse si de verdad una invitación a un café es indefectiblemente una declaración de intenciones tiene un parentesco con la teoría de la conspiración. En otras palabras, la pregunta no es si realmente se tiene o no una intención, sino cuál es la necesidad de situarse sobre un horizonte de dobles intenciones. En efecto, partir de la primera perspectiva lleva a dar cabida a una posibilidad que ya tiñe el panorama con los tonos de un leve delirio. Dicho llanamente: ¿por qué la necesidad de partir de la desconfianza?
Dice Niklas Luhmann: “Mostrar confianza es anticipar el futuro”. Algo que es válido también para su contrario, por lo que nuestras acciones parecen estar condenadas a una permanente valoración del tiempo por venir (algo que podría ser cuestionado). La incertidumbre es reina en el terreno de las acciones humanas, a no ser que asumamos una perspectiva positivista extrema que se empeñe en ver leyes inmutables en el campo social. Pero más allá de esto, lo cierto es que vincular la decisión con el futuro implica lanzarla al campo de las posibilidades que, reguladas o azarosas, serán siempre múltiples. Así, nos corresponde tomar partido por una opción u otra en función de determinados criterios o variables. En el caso que aquí planteamos como ejemplo puede pensarse como una decisión entre la interpretación de las dobles intenciones o una sincera y desinteresada invitación.
El segundo de los escenarios llevaría a una situación en la que las posibilidades de aceptar aumentan, junto con las de disfrutar de un buen momento (subrayo el hecho de que se habla de posibilidades). El resto será ya una historia diversa. Pero la primera de las opciones asume de antemano una intención, condiciona el panorama poniéndonos más cerca de la eliminación de posibilidades en función de haber imaginado una muy concreta que se esconde detrás del acto manifiesto. En otras palabras, vivir en el país de las dobles intenciones implica clausurar la posibilidad de la espontaneidad, es decir, la posibilidad de las posibilidades por seguir un principio de desconfianza. Anticipar el futuro para optar por una opción que, además, se tilda de antemano como negativa, es cerrar la puerta a la vida en su dinamicidad y riqueza.
Puede que una acción como la del ejemplo tenga un resabio de machismo, puede que la cortesía sea la virtud del que sabe lo que tiene que hacer para conseguir lo que quiere, pero me parece preferible permitir que estos elementos se manifiesten de manera clara en otras acciones antes que cerrar las posibilidades por un prejuicio ante una simple invitación. Importante aprender a explicitar las intenciones, a ser transparentes. Pero también importante aprender a confiar. Que vengan las posibilidades a agotarse por sí mismas, que la confianza venga de la mano de las sorpresas. A eso se puede llegar gracias al ejercicio crítico de las propias costumbres y de las que no son propias.Voy a hacer un café, ¿quién me acompaña?